No hay horas en la tarde para la muerte buscada,
viene a veces entre
sábanas blancas,
o en las tierras que te abrazan a las cinco de la
tarde,
son esas horas
propicias para cogidas de muerte,
da igual si son de unas astas o de palabras que acusan
en el cristal de algodones o en palabras de ladrones
que ansían gozar tus riquezas, las de otros,
o querer cortar cabezas y hacer que tañan las alas
y en el dolor en la herida, campanas tocando a muerto.
Ya no siento sentimientos, solo arrastre de cadenas
por la calle trinidad, o por la de Miguel Turra,
Culipardo de nacencia, bautizado por el hambre
de aquellos tiempos de ausencias, de paz,
padres buscándose el pan por los campos, por las eras,
entre el sol secando labios tragando saliva muerta
rozándonos el sudor, traspasándonos las cejas,
el escozor en los ojos, las manos ensangrentadas
clavándose las esquirlas con tallos de paja seca.
Son tiempos de olvido ahora, las piedras de la vereda
cambiaron, transformándose en barreras
que separaron los campos dividiéndose la tierra,
siglos entre los hermanos, milenios en las estrellas.
Se desorientan los cuerpos, la sangre se va sedienta
por la tumbas que levantan espadas hacia una guerra,
no hay que olvidarse jamás del mármol de los leones
ni la fuerza de
pensar por tu gente con prudencia,
volver a regar las flores del jardín de las macetas
el amor con que mi madre les daba con su presencia.
Mi colcha era
alabastro, mi colchón era la tierra,
mi epitafio lazos de raso, seda blanca ensangrentada
un adiós, un hasta siempre y un te quiero en las
cenefas.
Chema Muñoz ©
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