Reclamo en mi nombre la última canción de otros
poetas,
también la carreta donde escondo tierras, almas,
breviarios,
esos llantos diarios que de nada sirven, reclamo los
muertos
los de los desiertos salones de mármol, aquellos que
mueren
cuando sus mejillas nocturnas, profundas por hambre y
olvido,
solas se reclinan en sucia almohada para recibir
abriendo ventanas,
perfumes de
auroras, sabanas malditas tapando
sus rostros
por no descubrir ese olor a parca que abraza sus
cuerpos.
Por eso le exijo a esa garra suave, una enredadera
que les dé la sombra en ese infinito de paz,
sin desgracias que les da la muerte,
con esa sonrisa imperecedera que da la esperanza
de pudrir la carne de elevar el alma.
La mesa repleta de aquellos manjares
que fueron robados desde la mirada,
desde la caricia que desea la infancia,
desde las heridas que se duelen siempre,
que huelen a hambre cuando se florecen
de por vida y muerte, hiriendo la paz que nunca
florece.
Ya estamos heridos desde las cavernas,
se transforma en
sangre el olor del mar,
damos a las manos la capacidad de robar
lo bueno para los demás y damos al alma
el deseo de ser de otra libertad, la del ave,
la de las espumas al cubrir la arena,
la de las montañas con nieve o volcán,
y a los cirujanos como a los cautivos
damos en un grito un árbol carnal.
Para mi me guardo los pies que pisan el lodo,
la vida que ampara mis brazos, y esos algodones
de Miguel Hernández que cuando retoñan me hacen
llorar.
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